Se acerca el otoño.
Lo sabes. Los parques
han empezado a desnudarse.
Ya no pasean por ellos
adolescentes jóvenes y divinas
vestidas con la simplicidad
de una vida relajada,
entreteniendo en sus labios
frutales los deseos de los días
ordinarios y las promesas
de vivir
la
vida sin yugos.
Las primeras hojas se encaminan
ya
hacia
la fosa
común de los sueños frustrados.
No hay remedio
para este instante perpetuo;
no existe un paraíso
para volver a vivir
otra felicidad fugitiva.
Sé que te persigue
la tentación, la ternura
de quedarte; que te enloquece
el vacío y las tardes lentas
cargadas de aquel
olvidado pedazo de tiempo.
Se acerca el otoño.
Lo sabes. Y quisieras,
inventor de ti mismo,
salir a la veranda y a gritos
reclamar de las calles
el yo inocente
que eras en el pasado.
Pero ya no pasean por ellas
lectores que te devuelvan
al olimpo del reconocimiento.
Por eso vuelves al jardín
y retuerces el cuello
al último cisne decadente.
¿Acaso esta tragedia
no deforma el alma?
No hay respuesta, pero
la superficie ha vuelto