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n alguna parte de esta ciudad, no digo ya en el Norte o en el
Este, al otro lado del río, o en las febriles barriadas de nueva construcción,
existe una especie de doble yo, otro mí, serio, maduro, el que va a triunfar,
agazapado, paciente, vestido de los meses del año, con diversidad de colores,
sin afeitar las más de las veces, imprevisible en los horarios y otras pulcro y
suave.
A veces, cuando franqueo la puerta, me cuesta encontrarlo,
amarrado por deberes conyugales y por las necesidades infantiles de un bebé
hermoso y ya para siempre necesario. Pero esto es sólo la duda inicial, una
confusión volitiva que desaparece al instante y que en nada perturba la
andadura de los pasos restantes. Transcurrido ese momento, volvemos a
encontrarnos, el yo de ayer y el de mañana con este yo de ahora y entonces el
tiempo vuelve a tener sentido y perderlo, malgastarlo, desaprovecharlo, se
convierte en ignominia.
De verjas para dentro sólo perdura un afán siniestro, destructivo, por derruir las simetrías del calendario, por emborronar las perfectas columnas de números negros y rojos y, al fin, creer en los avatares del destino.