No hay
un horizonte
cierto
al que me dirija.
No he
pertrechado mis naves
ni
llevo en el bolsillo
una
brújula en cuyos brazos
vaya a
abandonarme.
De
hecho lo que me molesta
es la
certidumbre del viaje
el
propio movimiento y la certeza
de que
habrá un destino
quiera
o imagine el resultado.
¿Por
qué habría entonces de programar
un
horario de partida o prever
incómodos
apeaderos?
Mejor
habitar este trayecto
interinamente
y desmontar
en los
desconocidos zaguanes
o en
cualquier casa de puertas abiertas
como
quien se apea
de la convicción
de que todo
es sólo
una pausa
y
mañana estaré ahí,
siempre
en el camino.
18/02/2016