¿El lobo que hoy
no mata
un cordero dócil,
decae del criterioque se le tenía?
¿Y si se tornara
vegetariano? ¿Sería
despreciado?
¿O tendría inofensivas
fechas
en el calendario de esas
sin trágicas conmemoraciones?
"La facilidad que tenemos de manipularnos a nosotros mismos para que no se tambaleen lo más mínimo los cimientos de nuestras creencias es un fenómeno fascinante". MURIEL BARBERY: La elegancia del erizo. Seix Barral, p. 117.
¿El lobo que hoy
no mata
un cordero dócil,
decae del criterioque se le tenía?
¿Y si se tornara
vegetariano? ¿Sería
despreciado?
¿O tendría inofensivas
fechas
en el calendario de esas
sin trágicas conmemoraciones?
A |
las estaciones de tren
les pasa lo que al teatro: si te inclinas por la perspectiva de los bastidores,
de la trastienda, pierden su encanto, la magia de ese algo arropador,
envolvente, que es capaz de mantener incólumes las máscaras de los que
transitan delante de nosotros mientras (de paso) accionan los cuerpos que las llevan. Así los raíles dejan de ser paralelos, se hacen
picudos en un amor caprichoso y fugaz y se dispersan de inmediato, siempre por
el mismo camino, pero sin volver a tocarse hasta el próximo arrebato o hasta la
siguiente desviación.
Por aquí al lado circula el materialismo del hombre. Y el hombre mismo es una herramienta con horario prefijado. Los vagones se suceden. Entran y salen. Componen largos gusanos metálicos. Permanecen unos segundos con la incógnita de sus interiores y desaparecen en aquella curva próxima al Uribarri, desnudos, vagones otra vez, como un actor que a los lados del escenario fumase displicente, ajeno al penúltimo acto, sólo esperando, reposando en torno a la tramoya artificial de las últimas casas, soltando los chirridos de costumbre a un farol ensimismado que ya no se sorprende ni siquiera en el desenlace porque hace mucho, mucho que nos olvidamos del estreno.
L |
a luz de los quinqués volvió a pasearse por entre los tesoros
de aquel desván de nuestra primera casa lusitana: la gramola descomunal y
silenciosa, siempre aquejada de sordera, aferrada a aquel embudo de
apenumbrados abismos, con aquella uña feroz, más aguja de coser burdas
arpilleras que mágica orquesta; las pilas de inútiles discos de pizarra,
también descomunales, que a veces cobraban repentina vida y volaban silbantes
por el aire enrarecido y denso, emulando hazañas olímpicas de discóbolos u
otros atletas de los que desconocíamos el nombre; los cartuchos vacíos a la
espera de albergar en su seno cilíndrico un puñadito de pólvora, un puñadito de
perdigones, y unos simpáticos aritos de cartón que corrían entre los dedos de
mis hermanos en un presentido mercantilismo desinteresado o, simplemente,
anillo de compromiso para nuestros dedos ansiosos; y el maíz desgranado de los
rincones, brincando por los costales de los sacos para jugar amarillento y
sonriente por entre el polvo de la madera; el olor a viejo del entarimado,
hirviendo, sin embargo, de una desconocida vida, como si un roer continuo lo
estuviese animando y, a la vez, deshaciendo por dentro, en una vejez inútil y
sin proyectos; y aquel balcón siempre cerrado, estrecho y sin horizontes,
acodado a la higuera del patio de enfrente, promesa de desgracias sin fondo y,
por eso mismo, manzana tentadora.
Y al cabo, la sombra fue persiguiéndolos a todos, empeñada en arroparlos en su gris, tristón y desganado abrazo, como un olvido que de repente se presentara sobre el techo de la aldea y diluviara sobre los cuerpos, sobre el alma, sobre los otros que fueron, y estos recuerdos de hoy.