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25 noviembre, 2021

25 de noviembre Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres

 ¿El lobo que hoy

no mata

un cordero dócil,

decae del criterio

que se le tenía?

¿Y si se tornara

vegetariano? ¿Sería

despreciado?

¿O tendría inofensivas

fechas

en el calendario de esas

sin trágicas conmemoraciones?

Azúcar moreno con sabor a… recuerdos


P

ocas veces he vuelto a encontrarme en el café ese azúcar moreno con apariencia de canela mal molida. Ese es un sabor de infancia, dulce pero algo sombrío y triste. Se me representa frente a este otro edulcorante inmaculado del azucarero de cristal, encerrado en lata de Cola-Cao, esquivo a las cucharadas golosas de mi hermana Isabel (un personajillo de rodillas “esmurradas” que, más alta que yo, tenía la delicadeza de hacerme partícipe de sus asaltos a las elevadas estanterías de las compotas con la pretensión (inútil) de silenciar la confidencia a nuestra madre. Yo era bastante chivato por aquellos años.

Venía de no sé dónde, en el interior de una camioneta que nuestros ojos escrutaban ávidamente entre las extremidades de los mayores; salía de una saca de arpillera, un poco más pálida que él mismo, y se enfundaba en unos paquetes (más pequeños los de medio kilo, de kilo los más grandes) del mismo color terroso.

Era una delicia espolvorear con él las rebanadas de pan tostado en la “grelha”, una delicia esa mezcla de sabor al humo del hogar, al hierro de la parrilla, a la mantequilla “manteiga” y al dulce áspero.

¿Cuántos años tendría entonces? Menos de siete, por supuesto, ya que, muerto mi padre, al poco nos marchamos a Vilar Formoso, una villa que de eso sólo tenía el nombre. Y allí, aunque recuerdo haberlo encontrado algunas veces más, todo era distinto porque era Portugal y era España, no se sabe en qué proporción. Seguramente les sucederá lo mismo a todos los habitantes fronterizos. Del mismo modo no sé si blanco o negro, si los dos. Pero el blanco era distinto, era lo urbano. Y toda mudanza exige unos cambios. Así, el azúcar moreno desapareció para siempre de los desayunos.

Más tarde, ya en Salamanca, de regreso de esas esporádicas visitas, cada vez más espaciadas, al pueblo (la renta de la casa, casi siempre), mi madre volvía con uno de esos paquetes marrones y lo depositaba (junto a algún tarro de Nescafé, unas bolsas de Montenegro, unas toallas de encargo, unas gasas encomendadas, un paquete de  SG (tabaco) y unas cajas de cerillas de rabo más largo que estas de aquí) sobre la mesa, como una golosina, al igual que los burdos caramelos de azúcar de aquella “mercearia” situada frente a la iglesia.

¿Cuándo se perdió la sorpresa?

Ahora sólo lo encuentro como una alternativa sana y dietética en herbolarios de falsa apariencia antigua, que pretenden dar esa imagen natural que desmienten los vaqueros y el pelo largo del dependiente; o las varillas de sándalo que cuelgan del expositor giratorio.

Desgraciadamente tampoco los recuerdos se han librado de la comercialización.

16/11/1987

24 noviembre, 2021

TRENES Y TEATRO

A

 las estaciones de tren les pasa lo que al teatro: si te inclinas por la perspectiva de los bastidores, de la trastienda, pierden su encanto, la magia de ese algo arropador, envolvente, que es capaz de mantener incólumes las máscaras de los que transitan delante de nosotros mientras (de paso) accionan los cuerpos que las llevan. Así los raíles dejan de ser paralelos, se hacen picudos en un amor caprichoso y fugaz y se dispersan de inmediato, siempre por el mismo camino, pero sin volver a tocarse hasta el próximo arrebato o hasta la siguiente desviación.

Por aquí al lado circula el materialismo del hombre. Y el hombre mismo es una herramienta con horario prefijado. Los vagones se suceden. Entran y salen. Componen largos gusanos metálicos. Permanecen unos segundos con la incógnita de sus interiores y desaparecen en aquella curva próxima al Uribarri, desnudos, vagones otra vez, como un actor que a los lados del escenario fumase displicente, ajeno al penúltimo acto, sólo esperando, reposando en torno a la tramoya artificial de las últimas casas, soltando los chirridos de costumbre a un farol ensimismado que ya no se sorprende ni siquiera en el desenlace porque hace mucho, mucho que nos olvidamos del estreno. 

Salamanca - 20/10/1987 

22 noviembre, 2021

Recuerdos polvorientos de un desván

L

a luz de los quinqués volvió a pasearse por entre los tesoros de aquel desván de nuestra primera casa lusitana: la gramola descomunal y silenciosa, siempre aquejada de sordera, aferrada a aquel embudo de apenumbrados abismos, con aquella uña feroz, más aguja de coser burdas arpilleras que mágica orquesta; las pilas de inútiles discos de pizarra, también descomunales, que a veces cobraban repentina vida y volaban silbantes por el aire enrarecido y denso, emulando hazañas olímpicas de discóbolos u otros atletas de los que desconocíamos el nombre; los cartuchos vacíos a la espera de albergar en su seno cilíndrico un puñadito de pólvora, un puñadito de perdigones, y unos simpáticos aritos de cartón que corrían entre los dedos de mis hermanos en un presentido mercantilismo desinteresado o, simplemente, anillo de compromiso para nuestros dedos ansiosos; y el maíz desgranado de los rincones, brincando por los costales de los sacos para jugar amarillento y sonriente por entre el polvo de la madera; el olor a viejo del entarimado, hirviendo, sin embargo, de una desconocida vida, como si un roer continuo lo estuviese animando y, a la vez, deshaciendo por dentro, en una vejez inútil y sin proyectos; y aquel balcón siempre cerrado, estrecho y sin horizontes, acodado a la higuera del patio de enfrente, promesa de desgracias sin fondo y, por eso mismo, manzana tentadora.

Y al cabo, la sombra fue persiguiéndolos a todos, empeñada en arroparlos en su gris, tristón y desganado abrazo, como un olvido que de repente se presentara sobre el techo de la aldea y diluviara sobre los cuerpos, sobre el alma, sobre los otros que fueron, y estos recuerdos de hoy. 

16/10/1987