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las estaciones de tren
les pasa lo que al teatro: si te inclinas por la perspectiva de los bastidores,
de la trastienda, pierden su encanto, la magia de ese algo arropador,
envolvente, que es capaz de mantener incólumes las máscaras de los que
transitan delante de nosotros mientras (de paso) accionan los cuerpos que las llevan. Así los raíles dejan de ser paralelos, se hacen
picudos en un amor caprichoso y fugaz y se dispersan de inmediato, siempre por
el mismo camino, pero sin volver a tocarse hasta el próximo arrebato o hasta la
siguiente desviación.
Por aquí al lado circula el materialismo del hombre. Y el hombre mismo es una herramienta con horario prefijado. Los vagones se suceden. Entran y salen. Componen largos gusanos metálicos. Permanecen unos segundos con la incógnita de sus interiores y desaparecen en aquella curva próxima al Uribarri, desnudos, vagones otra vez, como un actor que a los lados del escenario fumase displicente, ajeno al penúltimo acto, sólo esperando, reposando en torno a la tramoya artificial de las últimas casas, soltando los chirridos de costumbre a un farol ensimismado que ya no se sorprende ni siquiera en el desenlace porque hace mucho, mucho que nos olvidamos del estreno.
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