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a luz de los quinqués volvió a pasearse por entre los tesoros
de aquel desván de nuestra primera casa lusitana: la gramola descomunal y
silenciosa, siempre aquejada de sordera, aferrada a aquel embudo de
apenumbrados abismos, con aquella uña feroz, más aguja de coser burdas
arpilleras que mágica orquesta; las pilas de inútiles discos de pizarra,
también descomunales, que a veces cobraban repentina vida y volaban silbantes
por el aire enrarecido y denso, emulando hazañas olímpicas de discóbolos u
otros atletas de los que desconocíamos el nombre; los cartuchos vacíos a la
espera de albergar en su seno cilíndrico un puñadito de pólvora, un puñadito de
perdigones, y unos simpáticos aritos de cartón que corrían entre los dedos de
mis hermanos en un presentido mercantilismo desinteresado o, simplemente,
anillo de compromiso para nuestros dedos ansiosos; y el maíz desgranado de los
rincones, brincando por los costales de los sacos para jugar amarillento y
sonriente por entre el polvo de la madera; el olor a viejo del entarimado,
hirviendo, sin embargo, de una desconocida vida, como si un roer continuo lo
estuviese animando y, a la vez, deshaciendo por dentro, en una vejez inútil y
sin proyectos; y aquel balcón siempre cerrado, estrecho y sin horizontes,
acodado a la higuera del patio de enfrente, promesa de desgracias sin fondo y,
por eso mismo, manzana tentadora.
Y al cabo, la sombra fue persiguiéndolos a todos, empeñada en arroparlos en su gris, tristón y desganado abrazo, como un olvido que de repente se presentara sobre el techo de la aldea y diluviara sobre los cuerpos, sobre el alma, sobre los otros que fueron, y estos recuerdos de hoy.
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