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10 julio, 2008

Pateras


Al otro lado de la montaña comienza el mar,
el mismo mar de siempre, el mar sin cicatrices,
sin memoria, sin caminos entre su azul
y el azul del horizonte en los que dejar huella,
sin temores a ser visitado por las primeras pinturas del otoño.

En su superficie agrietada los pájaros azules
han venido a disfrutar de mis ojos salobres,
pero también en ellos la existencia dialoga con la fugacidad.

Hieren insistentemente con sus manos encallecidas el espejo
tanteando el difícil territorio entre su yo negro y el todo,
pero en el mosto de la tarde se pierde
la caricia, el ansia insondable y hasta la sed.

Aún les queda un poco de fe en el alfabeto,
pero es una oración en silencio, un miedo a que la herrumbre
que se les va acumulando en la intimidad
se apodere también de la lengua.

Cierran los ojos
para espantar el dolor de los recuerdos que han quedado
en la otra orilla y quieren ver un árbol con los frutos
de la civilización, con pan y racimos
y con un nuevo tiempo adolescente.
Entonces
el guía grita señalando la tierra prometida
mientras se les caen de los párpados las últimas
almendras del sueño.

¡Si al menos la luna mostrara su cruel guadaña!

Pero sólo está el mar, el mismo mar de todos los días
sobre el que precipitar nuestros metálicos esqueletos.

¡Ya no habrá para nosotros otro agosto
para rejuvenecer las esperanzas!

Sólo queda morir con dignidad, sin resistir,
como si fuera posible otra existencia moral
bajo las aguas.
Pero no somos peces. Somos
pájaros azules de lejanas nostalgias,
cosechas de juventud perdidas.

09 julio, 2008

Viejas melancolías

Un día llamará a tu puerta
una muerte benigna
y abrirás temblorosa
las manos como si
temieras que huyesen
viejas melancolías.

08 julio, 2008

Breves nostalgias


Aún no he ido
a Estambul y ya tengo
breves nostalgias.

El mar por primera vez

Entreví el mar por primera vez
en Saint Jean de Luz a los trece años
como una cuchillada azul
en el lejos del paisaje septembrino
en un horizonte intermitente
que asaltara mi primer gran viaje.

En el vagón todos dormitaban.

Sólo mis ojos permanecían alerta
por si a la proa saltaran
los tritones del atardecer.