"La facilidad que tenemos de manipularnos a nosotros mismos para que no se tambaleen lo más mínimo los cimientos de nuestras creencias es un fenómeno fascinante".
MURIEL BARBERY: La elegancia del erizo.
Seix Barral, p. 117.
Repentinamente una mañana empezó a preocuparme el que aún no hubiera pensado en que no tenía nada que decir. Al saltar de la cama, como de costumbre, desconecté la alarma del despertador, o tal vez fuera antes de poner los pies en el suelo. Y permanecí sentado en un extremo en vez de ir derecho al baño, ignorando la apremiante urgencia de mi vejiga llena, sintiendo como el frío de las baldosas iba comunicando a todo mi cuerpo una despejada
sensación de estar vivo. Pero a medida que el proceso avanzaba en sentido ascendente, esa misma sensación entraba irremediablemente en contradicción con la interrogante que tan de súbito se había instalado dentro de mi: ¿cómo era posible sentirme ser y carecer de funcionalidad? ¿No era la primera premisa la propia negación de la segunda y viceversa?
Sintiendo la sequedad amarga de las primeras bocanadas del cigarrillo (Celtas cortos) acumulaba argumentos en apoyo de la primera cuestión, pero al mismo tiempo me quedaba entre los dedos un calor tibio y un aroma a un no sé qué insatisfecho.
Al fin, esa misma mañana, frente al rostro idiotizado de aquel hombre que se afeitaba en el espejo con rápidos y precisos movimientos de Gillette y estúpidos estiramientos de piel, llegué a la conclusión de que el arte por el arte, en la cotidianeidad de los vulgares, es una abstracción, una utópica ansiedad icárica, un pasatiempo del que se alimentan los resentimientos.
A veces me gustaría
tener una “figura-padre” más propia, más mía, menos de otros. Pero esto es casi
pedir un imposible. Sin embargo, aunque los recuerdos de los demás, sean en
realidad un óleo falso para mí, permiten al menos apropiarse de su esencia,
imaginar a partir de ella al héroe que hubiera tenido a los nueve, a los once
años.
Pero aquí también se me atasca la marcha atrás… porque se me
ha evidenciado el espectro de un machista portugués, sometedor de fronteras y
mercaderes incautos.
Los otros.
Inevitablemente son ellos los dueños de ese ayer, los que a
su antojo regalan rostros, nombres, capítulos que debieron pertenecerme, y que
en realidad son sólo de ellos, de los otros.
Y así es imposible hacer honor a la verdad, porque aquellos
dicen…
Estos cuentan…
Los de más acá solamente recuerdan….
Y al final… Yo lo escribo, añadiendo la última pátina de
irrealidad.
Resulta que es cierto, que uno tira del olvido de su yo
consciente, de su ser más remoto y en un nebuloso desmadejarse se halla
impotente (como un alfarero al que de repente se le hubiera cortado el
suministro de barro, peor aún, las mismas manos), se halla incapaz, piensas,
para moldear unos senos amamantadores, la sonrisa beatíficamente idiotizada de
los mayores, los primeros placeres de la destrucción, o simplemente el primario
orinarse piernas abajo.
Y entonces resulta que a tus veintiséis años en realidad
tienes tres o cuatro menos, porque antes de tu preinserción en el mundo hay
bien poco, sobre todo nada escrito (hasta ahora). Pero, como por arte de magia,
un día Hélder se dio cuenta de que existían los conejos, los padres acechantes,
las abuelas paternas y, sobre todo, los prácticos e imprescindibles ovillos de
lana.
Lamentablemente el ubicador yo que escribe se empeña en
situar la creación del mundo en los matorrales de las “Dasquellas”, un día soleado (¿por qué no?) y el alumbramiento
pierde un poco de su dulzura evanescente, de su etérea pintura de interior
holandés, aunque gane un poco de morbo y un algo se sensual encuentro tras unas
zarzas ardientes.
A pesar de todo, debe provenir de esa primera consciencia mi
afición por esos animalitos orejudos, ordinariamente grises, rabicortos y de
extremidades desproporcionadas. Pero sobre todo no el amor hacia las abuelas
que proporciona la seguridad de un regalo con un ovillo de lana atado a la
peluda y suave patita, sino el amor hacia el ovillo mismo (que, juntamente con
el conejo, es lo que ha sobrevivido en la memoria de los testimonios y de los
afectos). Ese misterioso hilo huidizo por entre las patas de las sillas de
paja, de las mesas, devanándose como un mundo que, a la vez que va rodando
sobre sí mismo, se va haciendo familiar y pequeño.
Sé que algunas veces has pegado el oído a una de esas pelotas
esponjosas para después hacerse maraña en alguna aguja de punto. Pero siguió
siendo un misterio. Hay algo de temporal, presuroso y a la vez de antiguo en la
metamorfosis de la madeja en ovillo, el ovillo en grilletes de incautos
conejos. Quizá por eso, siempre que vuelves atrás, juegas inconscientemente con
un hilillo suelto de ti mismo.