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Al año siguiente no volvimos. Ni al siguiente tampoco. Por más
que nos lo propusimos, por muchos planes y promesas que nos dimos en torno a la
mesa de un café, sentados en algún banco del parque o en cualquier acera de las
del barrio, los meses se fueron descolgando de la pared de la cocina, y no
volvimos.
Un calendario sustituyó a otro. Y al final, cuando la
casualidad nos reunía en lugares que no tenían ya nada en común con nosotros,
con los nosotros de entonces, nos dimos cuenta de que nos habíamos ido
distanciando y que aquellos días se habían instalado, como una barrera, como un
muro infranqueable entre nosotros.
Entonces se impuso olvidar, encontrarse cada vez de más tarde
en tarde para referir anécdotas huecas sobre aquellos buenos momentos, pero
siempre enmarcados en la vaguedad, como si el contexto hubiese sido otro, y los
lugares, y las cosas, y los protagonistas, todo, también.
¿Es necesario que el tiempo nos devore, a todos, que no
queden rostros, ni rastro, ni un átomo siquiera de nosotros mismos?
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