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o tengo ni una vasta cultura
vivencial, ni una amplia sabiduría libresca. Pero, ¿acaso hace falta llenar las
páginas de referencias, de lugares (comunes o propios) para desarrollar la
–diría casi única- actividad que verdaderamente me gusta?
Evidentemente
puedo llegar a echarlas de menos, sobre todo cuando al entreverme por la
ambientación o descripción de entornos de algún relato me salgo de la memoria
confusa y penetro en los intrincados laberintos de la imaginación. Es entonces
cuando necesitaría revolver los anaqueles polvorientos en busca de cimientos
para eso que llaman verosimilitud.
Dejando aparte
la cuestión de si existe o no dicha verosimilitud, de si –de existir- se halla
en estado puro o es pura aleación, ¿realmente es necesario introducir algo de
verdad entre las líneas?
Recuerdo que al
principio de empezar a escribir me costaba enormemente disfrazar los nombres
reales con nombres que, al principio, no dicen nada, pero que luego pasarán a
ser los Nombres de personajes hechos
de mitades, de infinitas teselas, como aquel monstruo.
Superada esa
fase, el collage se hizo más fácil.
¿Qué pensaría mi madre si leyese algunos de los relatos de Arraya? ¿Su mediatización le haría negar rotundamente, mirarme
perpleja y decir, talvez, “Esto no es así”?
¿Pero qué
importa si para ella no fue así?
Ahora ya es de
este modo, o de cualquier otro, porque “Esto”
no es estable, como tampoco lo es “aquello”. Así son los demostrativos, inestables.
Y debido a esa
condición de inestabilidad he de proponerme no corregir tanto, no utilizar
tantos borradores, llamadas, envíos arriba y abajo porque, seguramente, al
final, acabaré yo también exclamando “¡Esto no es así!”
De todas formas mi madre lee poco o al menos no a mí.
[Los viajes entretenidos] Salamanca, 22/04/1988
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