Una noche de invierno
destilando
discursos al amanecer encontré palabras
madrugadoras como los buenos días;
palabras moderadas, incapaces de herir
o de poseer un libro por completo;
palabras verdes y oscuras como tus ojos,
como las hojas verdes de los
magnolios que tanto adoras;
palabras fieles que responden a la primera llamada
como acuden las palomas a tus manos
y a los almendros;
palabras
gelatina que se estremecen
cuando las toca tu lengua cándida;
palabras oscuras como las noches
irrecobrables cuando el olvido
derrama sobre ellas su complacencia;
pirotécnicas palabras que arden
sobre los pináculos de la catedral
ofreciendo etéreas palmas a los estorninos
y cigüeñas;
palabras
remolino
que engullen todo cuanto gira
en su círculo;
palabras
que invaden
países y las arenas del desierto;
trágicas, conmovedoras palabras tardías
expulsadas de los banquetes y de los diccionarios;
palabras siempre por venir y palabras
que ya no volverán, raptadas
por el viento y su ignominia.
Pero no hallé
la
PALABRA
perfecta para hablar de ti,
para decirte y hacerte
en un solo poema
carne oral de los Milagros,
amor, patria, casa donde todo
se salva.
Cuando las
palabras
se apagan en la noche,
no quiero otra cosa que la alquitara
de tu piel alambicando mi oficio
para, en una breve libación,
sorber el eco arrebatado
de tantos encuentros,
sin palabras.
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