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ntroduzco Extremadura entera en el asiento de al lado y dejo
que se levante las faldas hasta donde las lenguas cenicientas de los eucaliptus
puedan lamer la desnudez de sus ingles, allí donde no llega a ceñirlas la seda.
Poco a poco, en espasmos crecientes, va adquiriendo un color verdusco, casi
pelusa, casi norte abrileño regado por la saliva de otras mil lenguas. Pero no
soy capaz de soltar las manos del volante, de deslizar los dedos por su
triángulo virgen y ensortijado, rabiosamente desconocido. No soy capaz de
desear aminorar la prisa, de detenerme en la cuneta para introducirme en ella. Hay
algo más arriba que me obliga a acelerar en dirección a Castilla.
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