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21 julio, 2022

 Esta mañana he esperado en vano las voces

que al amanecer me han visitado los últimos días.

Tampoco hubo estremecimiento en nuestro

habitual paseo frente al mar.

            Ahora, mientras los ojos

suspiran y la tarde parece un roble

plantado en un invierno granítico y deshojado

he sentido la tentación,

            por un momento,

de añorar la violenta luz del sur

y las perfumadas sombras de la infancia.

 

Si volviera a tener un patio, tendría en él

un manzano de hojas perennes y vería

madurar sus frutos codiciados;

            pondría

a la hora del almuerzo, sobre la áspera

mesa familiar, la ternura callada y bajo

las sábanas calientes, mientras fuera se oyese

el monótono monólogo de la lluvia, todas las cartas

desapacibles que nunca escribiré.

            Pero

yo nunca tuve un manzano

al que responsabilizar de mis pecados.

El único árbol de mi infancia

era una morera que ensuciaba

con sus frutos los peldaños

de una vida aún no domesticada.

 

No sé

si en algún rincón

de la piel me queda

un dolor sin fosilizar,

amargamente

humano,

pero no quiero

árboles u otros

paisajes inocentes

para justificar

esta estremecedora deriva.

 

Salamanca

19.09.04

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