Esta mañana he esperado en vano las voces
que al amanecer me han visitado
los últimos días.
Tampoco hubo estremecimiento en
nuestro
habitual paseo frente al mar.
Ahora,
mientras los ojos
suspiran y la tarde parece un
roble
plantado en un invierno
granítico y deshojado
he sentido la tentación,
por
un momento,
de añorar la violenta luz del
sur
y las perfumadas sombras de la
infancia.
Si volviera a tener un patio,
tendría en él
un manzano de hojas perennes y
vería
madurar sus frutos codiciados;
pondría
a la hora del almuerzo, sobre la
áspera
mesa familiar, la ternura
callada y bajo
las sábanas calientes, mientras
fuera se oyese
el monótono monólogo de la
lluvia, todas las cartas
desapacibles que nunca
escribiré.
Pero
yo nunca tuve un manzano
al que responsabilizar de mis
pecados.
El único árbol de mi infancia
era una morera que ensuciaba
con sus frutos los peldaños
de una vida aún no domesticada.
No sé
si en algún rincón
de la piel me queda
un dolor sin fosilizar,
amargamente
humano,
pero no quiero
árboles u otros
paisajes inocentes
para justificar
esta estremecedora deriva.
Salamanca
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