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l conductor piensa que el
intercambio de las princesas de 1727 es un símil poco afortunado a la hora de
coger una caja de leche o un paquete de azúcar, o una cajita de palillos, que
también es más barata en escudos. Pero como aún no le preocupa ni la economía
ni las buenas o malas metáforas, prefiere dejar el coche y pensar en Bárbara B.
o en Marianita V. hablando en sus cartas a Isabel de F. de su aburrimiento, de
sus menstruaciones y de lo mucho que era amada por su príncipe azul del Brasil.
Resulta sorprendente su candidez en contraste con el papel desempeñado en la
vida portuguesa de la segunda mitad del siglo. Pero el conductor se niega a
hablar de estas cosas, porque siente un gran respeto por la locura y sus
adeptos. Prefiere hacer una apología del trueque, que es una cosa tan sencilla
como yo te doy y tú me das y de mutuo acuerdo nos engañamos, pero poquito. Me
pregunto si Bárbara B. o Marianita V. tuvieron en algún momento a orillas del
Caia complejo de mercancía. Probablemente no, porque todo fue muy bonito, con
música, luminarias y fuegos de artificio, arcos triunfales a su paso y otros
divertimientos sin fin; porque hasta un trueque de princesas hay que mojarlo y
regocijarse con el buen negocio.
Bárbara B. debía ser el coche a
estrenar que el conductor viajero nunca hasta ahora ha podido disfrutar, aunque
no pierde la esperanza. Pero Marianita V. era perfecta para el regateo, sobre
todo porque el rey de Francia de los romances primero dijo que sí, que era una
novia muy requetebonita, pero después vino la pelotera y te devuelvo a tus
papás por una rabieta y una piel norteña menos castigada por los rigores del
clima ibérico. Afortunadamente a los príncipes azules aún no se les había
planteado la cuestión, el delicado quid de las primeras y segundas manos.
Aunque claro, en honor de la historia y de la limpieza de intenciones de los
productos reales, el conductor debe retractarse y decir que los autoservicios
no existían en aquella época y que, por tanto, como mucho, el producto podía
ser calibrado en algún juego del escondite o en algún momo desenfadado.
¡Candoroso lo de los momos! ¿O debería decir carnaval? ¡Lo mismo da! A nuestro
amigo tampoco le preocupan los anacronismos, sobre todo cuando siente
admiración por lo vetusto y se extasía ante una muralla o el relato de un
cronicón.
[Los viajes
entretenidos]
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