Desde que
decidiste que el amor formaría
parte de
nuestra vida, nos miramos
en el espejo
dejando para atrás nuestra
propia
imagen; no maldecimos las arrugas
ni esos
quilos de más de la báscula matinal
y el
despertador no ha desgastado nuestros sueños.
Tus ojos
verdes siguen siendo penetrantes
y tibios y mi
piel se sonroja como el primer
día cada vez
que me besas con tu lengua
corrupta y
pura.
Muchos
pensarán que
treinta y tres años después
nuestro
aniversario se ha convertido en un territorio
invadido por
la indiferencia y las tareas domésticas
y creerán que
nuestros sueños ya no se alimentan
porque los
suyos hace tiempo que perdieron el apetito.
¡Nada saben!
De la evocación de
tu cuerpo
entrando desnuda
en la habitación de aquel
hotel de la
rue Caumartim en París
o de cómo
atados el uno al otro
nos acogemos
a las leyes de la naturaleza
o las
transformamos manteniendo siempre
unidos los
poros y las alas.
Nuestros días
son desde el
primer instante del reloj
corpóreos,
físicos en todas sus formas hambrientas
y si hay
ciencia o religión yo te profeso como mía
y tú me
confiesas tuyo y estos son nuestros
únicos votos.
Y en la noche adormecemos
entrelazados
como dos pájaros con las
mismas alas
incapaces y una sola respiración
subterránea.
En ese tren nunca
llegamos
demasiado
tarde o demasiado temprano, nunca
partimos,
todo es rítmico y nuestros corazones
suenan
idénticos, sin discrepancia
apenas
una arritmia,
un sobresalto desigual en
mitad de la
noche.
Pero
no tememos nada,
no hay
resquicios, sólo el descuido de un vecino
madrugando,
acechando el sueño ligero
de treinta y
tres años amándonos
noche y día,
navegando contra
la corriente,
siempre a punto de cruzar
los
significados de tu nombre junto a la nitidez
de mi nombre
hasta ser sólo transparentes.
Salamanca
25/11/2015
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